Suena el piano, lento. Dulce tango.
Suena una respiración pausada. El suave tacto de los dedos sobre los dientes de nácar, no suena. Los golpes sobre las cuerdas, allá en sus entrañas, son suaves, son caricias. Suenan unos latidos, guiando los breves pulsos sobre las teclas, acelerándose y deteniéndose.
Suenan unos pensamientos, rebotando en las paredes. Eco infinito. El cierre de los párpados no suena. Se interrumpe la melodía; se deshace cada lazo entre bemoles. Silencio, mientras se queja el corazón, que va frenando, disgustado.
Vuelven sobre el nácar los dedos. Vocifera el corazón, avivando su bombeo.
Suena el vello erizándose, y la piel de gallina. Un delicado murmullo, como el de una ola al romper. El piano se excita, le cuesta sacar cada nota, entre nervios. La armonía se recupera, con la elegancia que la define.
Abre los párpados de una forma ensordecedora. Huele a carmín y rosas, definiendo a ojos ciegos el color escarlata, que sólo sonará a través de un tango.
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