Ambos sabemos que no vas a leer esto. Quizá tardes un par de párrafos más, pero entonces cerrarás la ventana del blog y, simplemente, te pondrás a hacer otra cosa. Evidentemente, es culpa mía. Totalmente culpa mía.

miércoles, 25 de abril de 2012

Llamémoslo felicidad

Quise volver a salir a la calle a saltar, con las risas brotándome por los poros y con mis zapatillas agujereadas en los pies. Ese día me sentí tan vivo que quería escribir sobre ello. Fue como echarle un par de hielos al mundo y bebérmelo a tragos largos y lentos. Me apeteció saborear mi día, que para algo me pertenecía. Me quedé sin saliva que compartir; la gasté toda en gritar por la calle. Llegué al portal casi sin fuerzas, con los pantalones casi por mitad de los muslos y despeinado como si me hubiera llevado hasta allí un huracán. Y con sed, una conocida sed: la suya.


Mereció la pena estar a punto morir en dos o tres pasos de peatones, corriendo como si la acera me fuera persiguiendo, a la vez que se hundía. Allí estaba la fuente de mi agua, de pie y esperándome con una leve sonrisa. Acabé bebiéndomela, a morro y casi derrochándola. Recuerdo escuchar nuestros latidos, que se acompasaron al contacto. La agarré sin plantearme soltarla y, como si tuviera motivos para ello, reí.

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