Quise volver a salir a la calle a saltar, con las risas
brotándome por los poros y con mis zapatillas agujereadas en los pies. Ese día
me sentí tan vivo que quería escribir sobre ello. Fue como echarle un par de
hielos al mundo y bebérmelo a tragos largos y lentos. Me apeteció saborear mi
día, que para algo me pertenecía. Me quedé sin saliva que compartir; la gasté
toda en gritar por la calle. Llegué al portal casi sin fuerzas, con los
pantalones casi por mitad de los muslos y despeinado como si me hubiera llevado
hasta allí un huracán. Y con sed, una conocida sed: la suya.
Mereció la pena estar a punto morir en dos o tres pasos de
peatones, corriendo como si la acera me fuera persiguiendo, a la vez que se
hundía. Allí estaba la fuente de mi agua, de pie y esperándome con una leve
sonrisa. Acabé bebiéndomela, a morro y casi derrochándola. Recuerdo escuchar
nuestros latidos, que se acompasaron al contacto. La agarré sin plantearme
soltarla y, como si tuviera motivos para ello, reí.
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