- Dos para la sesión de las 19:30.
Seguía comprando dos entradas. En
la cartelera había un dramón de aquéllos de lagrimones en los créditos. No
tenía muchas ganas de verla, pero era la única de la cartelera que le quedaba pendiente.
- Aquí tiene, gracias y… que
disfrute –dijo, algo dubitativa, la taquillera.
Sin hacer más caso del necesario,
cogió ambos tickets y se puso en la cola de las palomitas. Una de grandes, Pepsi
mediana y 7up mediano. En realidad, no sabía por qué compraba aún dos bebidas. Pidió,
y fue, cargado, en busca de la sala.
Fila 12, asientos 3 y 4. Siempre
hacia el fondo, como a ella le gustaría. Subió a tientas hacia allá, y se sentó
en la butaca más cercana a la escalera. Manías que conservaba a modo de
recordatorio, y que ya hacía inconscientemente. Las primeras escenas habían
empezado a proyectarse cuando allí, a oscuras, comenzaba su intento de evasión,
que en realidad resultaba ser una forma trágica y exagerada de autodestruirse.
De vez en cuando miraba hacia la butaca de su izquierda, vacía, y que llenaba
con su imaginación. La quería cerca, estuviera donde estuviera. Compraba esa
segunda entrada para que su malograda presencia se quedara junto a él. Estaba
allí por rutina, por no dejar pasar esa afición que les unía, aunque el lazo fuera
ahora una amarga mitad. El cine fue su lugar de ocio preferido, del cual se
declararon amantes. Los actores y actrices fueron testigos muchas veces de cómo
compartían una utópica fantasía amorosa, entre palomitas y refrescos
derramados. Fantasía que heredó él, fruto de un final precipitadamente
truncado, sin que ninguno lo quisiera.
Hacía ya varios minutos que había
perdido el hilo de aquél drama americano, que miraba sin ver. Los recuerdos
inundaron su pensamiento, que colmataron hasta encontrar una fuga por la que
filtrarse. Y así es como derramó la primera lágrima, lejos de ser debida al
argumento de ninguna película, excepto la suya propia. Se confundía la sal de
las palomitas con la del agua de sus recuerdos. Los fotogramas pasaban y
pasaban, igual que en su cabeza. Pensaba que era estúpido seguir yendo al cine,
que cada vez que entraba en una sala, salía antes de que acabara la proyección,
porque no lo soportaba. Pero su subconsciente y su triste memoria lo empujaban
a la taquilla una y otra vez, dejando en jaque a su raciocinio.
Se dio cuenta de que no estaba
viendo la película, que había vuelto a tirar el dinero. Estrelló las palomitas
contra el suelo en un acto de impotencia, y se puso en pie, con las mejillas
húmedas y el gesto contraído. Bajando por las escaleras, tropezó y cayó de
rodillas un par de escalones más abajo. Se puso en pie, y salió de la sala a
toda velocidad. Lo que no sabía, pero acabaría descubriendo, era cuánto
tardaría en volver.
Y es que, igual que en el cine,
los finales no tienen por qué ser siempre buenos. El bueno de la película a
veces se queda solo, mientras la chica guapa se va con el malo, o simplemente se
desvanece entre fantasmas. Las perdices salen a volar en vez de comérselas
juntos y felices, y nada de colorín colorado, el cuento acaba en blanco y negro:
la crueldad de los directores, las putadas de la vida.
Im pre sio na te!
ResponderEliminarjajajajajaja Muchísimas gracias, fenómeno!
ResponderEliminarPorte 3 des segits llegint la entrada i no me canse. M'encante!!!
ResponderEliminarAvore quan posses una nova.