Despegó los labios de una forma instrumental. Sonó tan leve,
tan suave, que no mereció ni aplausos. Luego, silencio al encajar, silencio, un
momento de silencio, igual que el clavo tras el golpe. Ni siquiera parpadeó,
pero menudo golpe, así de sordo y así de contundente. Dolió hasta rozar la
línea del placer, yo que no lo pude obviar, que estaba justo delante sin saber
dónde ni por qué, algo que nunca me pregunté para no desaprovechar el instante
que le ofrecía a mi presencia, única. Nadie lo hubiera visto, qué afortunado;
no hubiera existido. Pero se dobló de tal manera esa pequeña curva que
utilizaba para besar y demás, que no darse cuenta bien hubiera valido una
condena. Apareció la consecuencia, común, de que sus labios se separasen,
extraordinario. Ese corte disimulado en pleno burdeos que no fue a más, no
llegó a franja, pero que advirtió del contenido, la boca, al formar bandera.
Rojo, negro, rojo; me identifiqué antes con esa que con la de cualquier nación.
Pero la hizo desaparecer, me quedé sin nación, volvió el embellecedor —si
cupiese. Lo suturó y suspiré, creo. No pude continuar el capítulo sin que a
cada pie de página se asomara ese gesto imperceptible, común, extraordinario.
Quizá incluso me estremecí, pero de una forma que resultó tan sutil como el
parpadeo de sus labios; lo aprendí al instante. Después simplemente yací, y
como si fuese el séptimo día, descansé. Se me olvidó darle las gracias.
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