Ambos sabemos que no vas a leer esto. Quizá tardes un par de párrafos más, pero entonces cerrarás la ventana del blog y, simplemente, te pondrás a hacer otra cosa. Evidentemente, es culpa mía. Totalmente culpa mía.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Cuerpo. Alma

No habitaban ojeras borrascosas bajo su mirada; se le ensució. Su sonrisa se fue yodando en tono por el roce del alquitrán volando hacia las paredes de sus pulmones, que por costumbre  lo hacían suyo con un cierto síndrome de Estocolmo; se le desblanqueó. No había llagas, ni metales, ni sensualidad —gracias, viejo— allá donde tocara. Tampoco marcas en las mejillas, ni un ápice de hombría que le ensombreciera los carrillos; claro, eso poco ha cambiado. No había decisiones, ¡quién las tomara! No había egoísmo, no había odio, disculpa, crítica o desconfianza. Ni locura, ni deseo, ni desenfreno. Ni meta. No había peso del vivir sobre los hombros que curvara la espalda, pues todavía no había gravedad contra el joven erguido. “Ponte recto, camina recto”. Me cuesta, mamá. Vamos al mismo sitio, mamá. No corramos. Sí que le lijaba el segundero la juventud, sí que les caían las hojas a los cerezos y a los calendarios. Sí que iban al mismo sitio. Se notaba en las marcas del crecer aprovechado.

Pero antes no existía nada de eso. Porque antes no hacía falta nada de eso. Aquél era joven. Este, se quedará viejo.




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