No habitaban ojeras borrascosas bajo su mirada; se le
ensució. Su sonrisa se fue yodando en tono por el roce del alquitrán volando
hacia las paredes de sus pulmones, que por costumbre lo hacían suyo con un cierto síndrome de
Estocolmo; se le desblanqueó. No
había llagas, ni metales, ni sensualidad —gracias, viejo— allá donde tocara.
Tampoco marcas en las mejillas, ni un ápice de hombría que le ensombreciera los
carrillos; claro, eso poco ha cambiado. No había decisiones, ¡quién las tomara!
No había egoísmo, no había odio, disculpa, crítica o desconfianza. Ni locura,
ni deseo, ni desenfreno. Ni meta. No había peso del vivir sobre los hombros que
curvara la espalda, pues todavía no había gravedad contra el joven erguido. “Ponte
recto, camina recto”. Me cuesta, mamá. Vamos al mismo sitio, mamá. No corramos.
Sí que le lijaba el segundero la juventud, sí que les caían las hojas a los
cerezos y a los calendarios. Sí que iban al mismo sitio. Se notaba en las
marcas del crecer aprovechado.
Pero antes no existía nada de eso. Porque antes no hacía
falta nada de eso. Aquél era joven. Este, se quedará viejo.
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