Ambos sabemos que no vas a leer esto. Quizá tardes un par de párrafos más, pero entonces cerrarás la ventana del blog y, simplemente, te pondrás a hacer otra cosa. Evidentemente, es culpa mía. Totalmente culpa mía.

domingo, 13 de febrero de 2011

En una pared



Quince años no pueden ser suficientes, ni para ser vividos,  ni para aceptar que alguien no pudo vivir más. Frente al nicho donde en su día se hallaba el cuerpo frío y pálido de su hija, se encontraba el mismo padre que la despidió década y media atrás, con las mejillas húmedas por culpa de las lágrimas que brotaban de los claros ojos, ahora enrojecidos, que había heredado de su madre.

En la cubierta del nicho, una fotografía en sepia en la que ella salía radiante, con el castaño cabello recogido y su sonrisa perfecta, aquella que tanto usaba y que, sin embargo, no usaría nunca más. Justo debajo del marco, un melancólico “Para tu familia y amigos sigues aquí”. Los claveles blancos y rojos se amontonaban en el poco espacio que había en la repisa del nicho.

El padre sacó del bolsillo una vela, cuya mecha sobresalía por encima de los bordes del vaso donde estaba cuidadosamente encajada. Sacó del bolsillo opuesto un mechero, y encendió la inmaculada mecha. Después, colocó la ofrenda en la repisa del nicho, allí donde encontró hueco. Las lágrimas salaban sus labios, sin consuelo.

¿Quién le haría compañía en las interminables tardes de invierno, ante la chimenea? ¿Con quién pasearía las tardes de domingo por el parque? ¿Quién sería su compañera de locuras? Estaban tan unidos como los mejores amigos que existen; no era una simple relación padre-hija.

Dicen que no hay nada peor que ver a un hijo dentro de un ataúd. Que se lo digan a él, quince años después.

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