Cualquier cosa puede resultar una droga. Seguro que hay alguien a quien hasta lo menos pensado le crea adicción. Yo soy de esas personas.
El maldito tabaco, que te secuestra en los momentos de soledad y en los de compañía, a quien le encanta teñirte de negro por dentro; que quiere hacerte suyo, aunque le cueste tu vida. Cosas que relegas al sacudir la ceniza del cigarrito y darle otra calada, sentirla dentro y dejarla escapar. El inocente alcohol, que te divierte con las primeras copas y que te abate con las siguientes. Pero nada que no se cure con otro traguito de ginebra, ¿eh? La rayita los “Saturday night”, que te vuelve eufórico, y que luego te da una patada que te tumba. Y no quiero seguir enumerando más sustancias de esas que te hacen dilatar las pupilas, mientras se te va contrayendo el raciocinio.
Lo fácil sería ponerse a dar una lección sobre salud, sobre lo que no hay que tomar, sobre autocontrol y sobre ética personal. Algo que no voy a hacer, porque todo el mundo sabe que con la droga se acaba mal, que te deteriora y que te hace depender de una substancia para poder levantarte de la cama, o siquiera acostarte. No, cada uno es lo que quiere ser, y no lo que puede o podría.
Pero cualquier cosa puede causar adicción, desde pasar por los casinos hasta merendar mantequilla, sin dejar de lado otras cosas que muchos detestan o no consideran una droga. Leer por las noches, las redes sociales, la música, el sexo, y una lista de etcéteras con tantos títulos como personas sobre la Tierra. Uno también se puede volver adicto a las personas, claro que sí. Que hablar con alguien equivalga a tu dosis, o que oír una risa sea tu heroína. Que las despedidas te hagan caer en el mono, y que desarrolles tolerancia a los minutos que pases con alguien.
A mí no me gustan las drogas, pero empiezo a pensar que, como aquél excéntrico cantante decía, a las drogas les gusto yo.
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