Sus facciones perfectas, guardando la simetría; sus ojos encajados pulcramente, de tonos maravillosos. Esos labios, carnosos, que te llaman con sensualidad; su piel, como de terciopelo, tenue, perfecta. Los odio. Sus gestos gráciles, despreocupados, infalibles, muchas veces ocultando su propia brusquedad bajo un manto de belleza. Esa convicción de que les sobran los motivos por los que equivocarse, y que no importa a nadie que lo hagan; las miles de heridas que saben guardar bajo llave dentro de su perfección.
Sus melenas, siempre recién pulidas, de platino o canela, en contra de la gravedad, que ni la lluvia tiene valor de desequilibrar. Cada centímetro de sus cuerpos medido sin error, sólo para ahogar a los demás en erotismo. De verdad que los detesto.
Su despreocupación por cómo actuar, a sabiendas de que no se les va a poder impugnar ninguno de sus inasibles actos. Todos iguales, pero con ganas de marcar diferencias, como sin querer. Me revienta tanta apariencia sólo para ocultar todos esos prejuicios y miedos que parece que ellos no sufran, porque la suerte les haya salido por ahí, como si no fueran mortales. No los soporto.
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