Primera botella de Gran Reserva,
cuidada en la bodega haría décadas. Una copa, un posavasos de mimbre. Ya le
cuesta abrirla, aunque ese mismo sacacorchos haya abiertos los mejores vinos
que jamás haya probado, hasta donde le alcanza la memoria. Un televisor
apagado, un comedor deshabitado, un butacón de cuero. Sírvese el vino y arrima
la copa a sus labios, pintados con el mejor carmín de fiesta; allí no había
ninguna. Su mejor vestido, en el que se embutía ella y sus decenas de kilos de
más: un Versace a medida, negro, de
larga cola y pronunciado escote. Su cuerpo se había deformado de forma grotesca
en los últimos veinte años, desde que se quedó sola en aquella excesiva vida,
que a diferencia del vestido, le quedaba grande. Sus mejores joyas, que se
hundían en su flácido cuello y en sus desdibujadas muñecas. Unos rubíes pendían
de sus lóbulos, descolgados y sufrientes. Maquillada tras una máscara que para
nada escondía su rostro falto de alegría y colágeno. Miedo. Miedo a sí misma y a su presente.
Una capa de polvo perfectamente
palpable vestía la inmensa habitación. La casa olía a cerrado; todo estaba
inmóvil, excepto el trayecto entre el comedor y su habitación de matrimonio, en
el piso superior. De vez en cuando bajaba a la bodega o entraba en la cocina,
pero el resto de habitaciones quedaban olvidadas tras sus respectivas puertas
de arce.
Ningún vecino y todos sabían que
seguía allí, tanto ella como su revuelo de billetes clasificado debajo del colchón.
Nunca se fió de los bancos, aunque ella era más avariciosa si cabe. ¿Pero de
qué le servía? No tenía más gastos que los que su cuerpo le exigía tener. Pedía
que le trajeran la compra a casa, no salía para nada. ¿Enfermedades? Quizá ya
las tenía todas. ¿Limpieza? Ninguna, innecesaria.
Se descontó de su edad, del
reloj, sin pila, y del calendario, estancado en algún mes pasado. No había en
su vida noches y días: el tiempo fluía lento como una apisonadora estropeada.
Las persianas estaban atrancadas hacía a saber de tiempo. Dormía cuando tenía
sueño, y se levantaba cuando podía. Estaba más que sola, porque el dinero, más
que otorgar compañía, le recordaba que era lo único que tenía. Nunca se
acabaría. Su soledad no tenía fin.
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