Ambos sabemos que no vas a leer esto. Quizá tardes un par de párrafos más, pero entonces cerrarás la ventana del blog y, simplemente, te pondrás a hacer otra cosa. Evidentemente, es culpa mía. Totalmente culpa mía.

sábado, 16 de marzo de 2013

Billetes de nadie

Primera botella de Gran Reserva, cuidada en la bodega haría décadas. Una copa, un posavasos de mimbre. Ya le cuesta abrirla, aunque ese mismo sacacorchos haya abiertos los mejores vinos que jamás haya probado, hasta donde le alcanza la memoria. Un televisor apagado, un comedor deshabitado, un butacón de cuero. Sírvese el vino y arrima la copa a sus labios, pintados con el mejor carmín de fiesta; allí no había ninguna. Su mejor vestido, en el que se embutía ella y sus decenas de kilos de más: un Versace a medida, negro, de larga cola y pronunciado escote. Su cuerpo se había deformado de forma grotesca en los últimos veinte años, desde que se quedó sola en aquella excesiva vida, que a diferencia del vestido, le quedaba grande. Sus mejores joyas, que se hundían en su flácido cuello y en sus desdibujadas muñecas. Unos rubíes pendían de sus lóbulos, descolgados y sufrientes. Maquillada tras una máscara que para nada escondía su rostro falto de alegría y colágeno. Miedo. Miedo  a sí misma y a su presente.

Una capa de polvo perfectamente palpable vestía la inmensa habitación. La casa olía a cerrado; todo estaba inmóvil, excepto el trayecto entre el comedor y su habitación de matrimonio, en el piso superior. De vez en cuando bajaba a la bodega o entraba en la cocina, pero el resto de habitaciones quedaban olvidadas tras sus respectivas puertas de arce.

Ningún vecino y todos sabían que seguía allí, tanto ella como su revuelo de billetes clasificado debajo del colchón. Nunca se fió de los bancos, aunque ella era más avariciosa si cabe. ¿Pero de qué le servía? No tenía más gastos que los que su cuerpo le exigía tener. Pedía que le trajeran la compra a casa, no salía para nada. ¿Enfermedades? Quizá ya las tenía todas. ¿Limpieza? Ninguna, innecesaria.

Se descontó de su edad, del reloj, sin pila, y del calendario, estancado en algún mes pasado. No había en su vida noches y días: el tiempo fluía lento como una apisonadora estropeada. Las persianas estaban atrancadas hacía a saber de tiempo. Dormía cuando tenía sueño, y se levantaba cuando podía. Estaba más que sola, porque el dinero, más que otorgar compañía, le recordaba que era lo único que tenía. Nunca se acabaría. Su soledad no tenía fin.

No hay comentarios:

Publicar un comentario