Qué sucia suena la literatura desde mi boca, desde mi mundo. Parece como una manualidad que un niño intenta hacer él solo, siguiendo unas pautas que está convencido que cree conocer, y que enseña orgulloso a su madre. Me resulta incluso un insulto decir que eso que yo hago es literatura, que es cultura. Que juntar las palabras por juntarlas en un halo de inspiración se pueda equiparar a cualquier obra de alguien que realmente haga literatura. No voy a mentir: no sé cómo se hace, nadie me ha enseñado. Supongo que esto será algo que le habrá pasado a cualquiera que se exprese de esta forma, o quizás sean delirios de pequeñez míos, que los tengo continuamente. Leo a los mejores y veo la infinita distancia que hay entre ambos, entre escritor y lector. Los veo como seres superdotados, superhumanos, desesperantemente ingeniosos. Objetos de la más enferma envidia sana. Constructores de castillos de metáforas, de altos torreones, gruesas murallas y esbeltos campanarios. Los leo y veo que son demasiado para mí; veo que yo esas cosas no las sé hacer. Y me leo y veo mis básicos juegos de palabras, mis líneas unas sobre otras, conformando lo que es un ladrillo de ideas expuestas la mayoría de forma distinta a como yo querría decirlas. Los mejores fueron ellos, y ya hicieron eso que yo leo y que a mí me hubiera gustado hacer; es tarde, ahora. ¿Qué voy a hacer yo, entonces? No sé hacer literatura, no me veo capaz de hacer literatura, y quiero saber cómo se puede aprender a hacer esas cosas.
Lo que alguien como yo puede hacer es escribir algo que tiene forma de literatura y un contenido sobre literatura, y llamarlo literatura, aun pensando que lo que ha hecho no es literatura. No voy a etiquetarlo bajo ningún nombre, pero sé que no es literatura. Ojalá.
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