Fue lo primero que le
dije a aquél psiquiatra nada más entrar en su claustrofóbica consulta, y
tumbarme en el desgastado diván destinado a los pacientes.
Aquél escéptico
licenciado que estaba allí para intentar ayudarme me miró por encima de sus
gafas sin montura, cuyo reflejo evitaba que pudiera ver claramente sus ojos,
bizqueantes.
- ¿De qué tiene miedo?
–inquirió el psiquiatra, incorporándose ligeramente, mientras sacaba de un
cajón del escritorio una libretilla forrada de cuero negro, de aspecto
prehistórico. Hubo silencio. Yo pensaba mi respuesta, mientras escuchaba el
leve susurro del silencio pronunciarse en la eternidad de la espera.
- Mire, tengo miedo de
mí mismo. Tengo la constante sensación de estar poniendo en peligro a aquéllos
a los que quiero, a quienes me importan, sobre todo a ella, ¿entiende? ¿Conoce
esa sensación? –Mi pregunta no esperaba respuesta. - Pues yo la llevo a cuestas
cada día. La detesto. Y cuando estoy con ella pues… Es como si uno supiera que
ama tanto a alguien que puede ser peligroso. Dicen que cuanto más alto subes,
más dura es la caída. Creo que he ido más allá de lo que quise. Y me caeré, me
haré daño. Nunca tendría que haber…
- Pero ¿qué está
diciendo? – El psiquiatra me miró con más escepticismo si cabe.
- Lo que pienso. Y creo
que tendría que estar escuchándome –Hubo una pausa.
- A ver, llevábamos muy
bien el tratamiento. Ya prácticamente no tenía crisis, y el tema de su “amada”
parecía asimilado. Pero me parece que le voy a subir la dosis, y me tendrá que
ver un par de veces a la semana...
- De eso nada. Ya veo
cuál va a ser su solución –dije, entre dientes.
- ¿Cómo dice?
- Le da igual. ¿Sabe
qué? Subiré alto, hasta que pueda besar el techo del infinito. Y no pienso
bajar de allí, no voy a caer. Pero no estaré solo: seremos dos locos en el
infinito –me levanté, con la mirada fija en el psiquiatra-. Gracias por nada,
doctor.
Gracias por todo, Adrián.
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