La guitarra pesa, y eso que está hueca. Un “perdone, ¿la
hora?” cada vez que me acuerdo de que existe. Llevo… dos horas tocando en el
mismo sitio, ya me queman los dedos entre esta humedad, un contraste que corta.
En realidad, no sé por qué me he movido; a lo mejor necesito compañía. La
guitarra al hombro, muy metafórico, besando las colillas mientras las botas van
asegurando el terreno. Niebla castellana, que no londinense. No soy un
vagabundo, aunque haya pasado la noche en el suelo de un rellano. Aún me siento
vivo.
Los actos de caridad no se han convertido en aguinaldo. He
oído como alguien decía “¡Oasis!” al pasar, mientras hacía sonar Wonderwall. También las miradas
indiscretas de quien pasea al perro o pasa por mi lado. Una parejita de adolescentes
se da el lote en un banco más allá, hasta que se hartan y se van más lejos,
como alguna señora que espera en otro. Esos críos me recuerdan un poco a
nosotros. Ese parque lo hemos pisado varias veces, una de ellas muy importante,
muy inesperada. Muchos silencios, muchos abrazos y muchas caricias.
Pasa una señora que me pregunta:
— ¿Pides?
— No, no pido, señora —sonrío.
— No te hará falta… —sonríe ella.
— No es que no me haga falta, es que no me gusta. Toco
porque me apetece.
La señora se sacó el monedero, mirándome con una sonrisa de
compasión.
—Eres un chico honrado, y además tocas la guitarra. Toma —y
la señora me largó un eurillo.
— Gracias, señora. Feliz Navidad.
— Igualmente, chico.
Poco más que eso. Creo que me almorzaré ese euro. A su
salud, señora. Ahora, me toca esperar, al lado de una iglesia. Qué irónico. He
pensado en entrar a oír misa, pero no me voy a enmendar a nadie ahora. Quizá
vaya esta noche a la del gallo, si no tengo nada mejor, que dicen que es muy
bonita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario